Las planicies orientales ocupan un lugar importante del territorio nacional. Allí en donde no existen las montañas y mucho antes de que empiece la selva, la llanura sigue siendo un lugar de misterio. Sin el terreno escarpado del centro y el occidente del país, y sin la espesura impenetrable de la selva, el llano tiene aún ese aura de frontera, de lugar desconocido y difícil a pesar de lo aparentemente manso de su paisaje. Tal mansedumbre sólo existe desde el aire, porque al tocar tierra, el llano se convierte en un lugar de inmensidad, de largos recorridos, de lluvias inclementes y ríos caudalosos que, en últimas, no hacen sino confirmar el porqué del carácter aguerrido de sus habitantes.
Es un lugar al que se llega fácilmente –sólo hay que bajar desde las montañas andinas–, pero en el cual, para quedarse, hace falta temple. Lo reconoció Bolívar al declarar a Pore como capital de la Nación durante un día, y lo supo José Eustasio Rivera quien, antes de mandar a los personajes de su Vorágine a que se los tragara la selva, decidió pasarlos por la brava antesala del llano.
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