lunes, 18 de febrero de 2008

Cabo de la vela: Tarde de tormenta


8:30 de la noche. Hace más de dos horas anocheció y la planta eléctrica de la posada wayú donde vamos a pasar la noche no tardará en apagarse. La hora límite es las 10 de la noche. Dicen que en temporada alta la dejan encendida hasta más tarde. Pero a esta hora el pueblo en su totalidad ya está prácticamente a oscuras.

Nosotros somos los únicos turistas que rondan el Cabo de la Vela por estos días. O, por lo menos, que lo visitan por tierra. Esta mañana amanecieron anclados frente a nuestra posada dos veleros (uno de ellos era un catamarán grande), pero no se les veía bandera alguna. Dicen aquí que, con seguridad, huían de una tormenta, o que necesitaban comprar algunos víveres.

Nunca lo supimos. Poco después de que el sol se alzara en el cielo rojo, ambos veleros encendieron motores y abandonaron la bahía. Los wayú dicen que si los guardacostas los llegan a pillar anclados aquí, les cobran una multa grande. “Es que ellos no pueden entrar así como así a las costas de un país que no es el de ellos”, dijo el capitán Chamorro, director de la Capitanía del Puerto de Puerto Bolívar, cuando fuimos a visitarlo al final de la tarde.
El día pronosticaba lluvias. Antes de las 8 de la mañana, el cielo se había nublado y todo parecía indicar que iba a caer agua todo el día.

Aquí llueve, como mucho, seis días al año, y nosotros fuimos testigos del milagro. Ayer, cuando llegamos, el piso estaba empantanado, no corría brisa y una nube de bichos se amontonaba ante cualquier objeto luminoso. Los aguaceros que han caído en los tres últimos días tienen la región hecha un solo charco. Por más que hubiéramos querido, no habríamos podido llegar hasta los pueblos de la Alta Guajira, como Nazareth. En este momento están incomunicados. Elbita, la dueña de la posada Uta, donde nos alojamos, nos dice que necesitaríamos tres días de sol para que la vía sea transitable.

Se nota que la gente del Cabo no está acostumbrada a los días de agua. Las señoras que se sientan en los enramados de la vía principal a tejer las mochilas, hoy no lo hicieron. Y eso que muchas sostienen a sus familias a punta de venderlas. Parece un pueblo desolado. “Aquí no vive tanta gente, somos como 300 en total”, explica Edlin Hernández, dueño del Mesón Nuevo Mundo. Muchos de los dueños de las casas que están situadas sobre la bahía, cuenta, viven en otras partes de La Guajira y sólo vienen al Cabo para explotar en temporada sus viviendas como posadas turísticas.

Más adentro, ya alejados del mar, en las rancherías, viven unos 1.000 wayús, pero a estos no se les ve, a no ser que se vaya específicamente a buscarlos.
En la bahía, sobre la playa, apenas se ven unas cuantas barcas y unos pocos pescadores. Ninguno comprueba si alguna tortuga cayó atrapada en una de las decenas de redes que dejan en el mar. La pesca de la tortuga está prohibida, pero los wayús siguen haciéndola porque se las pagan muy bien. Hay algunas por las que les podrían dar hasta 800.000 pesos.

Era la mitad de la mañana. Unos 20 niños corrieron hacia nuestro carro cuando lo vieron transitar al borde de la playa. Apenas hablaban español y nos pidieron que los lleváramos a todos hasta la escuela. Estábamos a un kilómetro del poblado, a menos de cinco minutos en carro, a poco menos de 30 minutos caminando. Por la lluvia, el transporte no los recogió y les tocó caminar bajo la llovizna.

Cerca del mediodía, cuando el sol apareció brevemente, llegó una embarcación que había salido de pesca a las 3 de la mañana. Traían seis kilos de pargo y tres de mojarra. El carro de la pesquera, que está ubicada al final de la bahía, los esperaba para comprarles el cargamento. Les pagaron 6.000 por el kilo de pargo, y 3.000 por el de mojarra. Un día regular. Después de descontar lo que habían invertido en la gasolina, las ganancias que dejaba la pesca a cada uno de los cuatro integrantes del grupo no llegaba a 6.000 pesos. Ese pescado lo guardan en cuartos fríos de la pesquera y días después lo llevan a Riohacha.

Por la falta de turistas, y por la lluvia, Jesús Barliza y su sobrino Edlin Hernández no tenían nada qué hacer. El primero estaba acostado en un chinchorro acompañando a su mujer mientras ella cosía una mochila. El segundo jugaba dominó en la puerta de su hotel, uno de los primeros que se abrió en el Cabo de la vela hace más de 20 años. Mientras nosotros buscábamos a la médica de la zona, la piachi (ver recuadro), ellos empujaban las horas con una charla sobre la demolición de las casas junto a la playa.
Faltan cinco para las 10 de la noche. Elbita está trasnochada por mí. Me mira de reojo desde su chinchorro. Este día, en el que llovió torrencialmente pero que terminó con un atardecer hermoso, de un cielo rojo intenso, nos dejó a todos exhaustos.

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