lunes, 18 de febrero de 2008

Las rutas en Google Earth

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Caribe

Llanos

EL LLANO

Las planicies orientales ocupan un lugar importante del territorio nacional. Allí en donde no existen las montañas y mucho antes de que empiece la selva, la llanura sigue siendo un lugar de misterio. Sin el terreno escarpado del centro y el occidente del país, y sin la espesura impenetrable de la selva, el llano tiene aún ese aura de frontera, de lugar desconocido y difícil a pesar de lo aparentemente manso de su paisaje. Tal mansedumbre sólo existe desde el aire, porque al tocar tierra, el llano se convierte en un lugar de inmensidad, de largos recorridos, de lluvias inclementes y ríos caudalosos que, en últimas, no hacen sino confirmar el porqué del carácter aguerrido de sus habitantes.

Es un lugar al que se llega fácilmente –sólo hay que bajar desde las montañas andinas–, pero en el cual, para quedarse, hace falta temple. Lo reconoció Bolívar al declarar a Pore como capital de la Nación durante un día, y lo supo José Eustasio Rivera quien, antes de mandar a los personajes de su Vorágine a que se los tragara la selva, decidió pasarlos por la brava antesala del llano.

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Maní: Recuerdos de guerreros


Los recuerdos se han ido borrando con el tiempo. Sin embargo, en el ancianato de Maní permanece intacta la memoria de Guadalupe Salcedo, aquel bandolero de los Llanos que lideró la guerrilla liberal que luchaba contra el gobierno de Laureano Gómez. Los abuelos se alegran con las visitas, pero nada los emociona más que hablar de su héroe. Sólo con oír su nombre uno de ellos se levanta de su hamaca con la rapidez que le permite su cuerpo y regresa de su cuarto con su tesoro: un libro con fotos del revolucionario. “Este es él... No, este de acá, que está al lado del sombrero”, corrige cuando alguien a su lado señala al personaje equivocado.
“Éramos amigos”, relata don Tano Guerrero, quien, como haciéndole honor a su apellido, luchó junto al subversivo. “Me dijo: ‘Tanito, usted es el espaldero de yo’, y me quedé con él tres años”. Difícil creer que este hombre de casi 90 años, que luce inofensivo con su voz baja, delgada y temblorosa por la edad y que usa diminutivos al hablar, se haya enfrentado con fusil a los chulavitas, como llamaban a sus enemigos conservadores. “Arriba había cuatro de esos: uno allá, otro aquí y los otros por allá. Estaban apuntando y yo me fui arrastrado como cachirre. Me habían dado un riflito de esos que se usan para la guerra y le di a uno... al cuidandero de los enemigos”, narra Guerrero.
En la plaza de Maní es casi imposible refrescarse con una piña fría en la plaza sin acompañarla con las historias de los lugareños sobre las hazañas de Salcedo. Porque su producto más típico es el recuerdo de ese ‘prócer’. Tanto es así que este lugar se pelea por ser el sitio de origen de tal ‘hijo ilustre’, aunque Dolly Salcedo, una de sus hijas, asegura que nació en Tame, Arauca. Sea de donde sea, en este pueblo no hay quién no conozca su historia, y no precisamente porque la enseñen en el colegio. “La aprendimos mientras mamábamos teta, porque mi mamá era de esas que se escondía en el monte”, cuenta Edgar Marín, quien tiene familiares en el ancianato.
Sin embargo, algunos protagonistas pueden contarla de viva voz aunque con dificultad. “¿Cómo era él, don Tano?”, le suelen preguntar las mujeres que lo cuidan. “¿Quién?... ah, el comandante ese...este...”... “¡Guadalupe Salcedo!”, grita uno de los compañeros del centro geriátrico, interrumpiendo el esfuerzo de Guerrero por recordar. Y como si fuera un grito de batalla, todos empiezan a pronunciar su nombre. “Era más bien bajito... me dijo ‘Tanito, usted es el espaldero de yo’. Y me quedé con él tres años”, repite una y otra vez, como declamando un discurso aprendido, con la mirada fija en el horizonte, la de quien cuando recuerda vuelve a vivir y se niega a olvidar un pasado glorioso, recostado solo, en su hamaca.
Ana Josefa Salcedo, prima hermana de Guadalupe, advierte que su memoria ya no es la misma, pero aún así afirma que “él era más bien alto”. “Yo hasta lo asistí en la comida, y era bueno conmigo”, dice. Cuenta que varias veces tuvo que “correr pa’l monte” cuando bombardeaban las casas,. “Estuve en la entrega de armas en Puerto Gaitán, pero luego mataron a Guadalupe a traición”. Y agrega con cierto aire de picardía: “Hasta a ‘Tirofijo’ le serví comía”. Y es que ella, como muchos de los viejos excombatientes, sostiene una versión que rechazan los historiadores. Asegura que el jefe de las Farc, en un principio, combatió al servicio de Salcedo. “Y ahora ese nos está jodiendo”.
En las afueras del pueblo se encuentra la humilde casa de un hombre conocido como el ‘Teniente Cariño’, toda una leyenda en la región. Con la piel oscurecida por el sol, ataviado sólo con una pantaloneta sujetada por una correa en la que carga su cuchillo, el cuerpo de Alfonso Guerrero no refleja los 86 años que tiene. Cuenta que “Guadalupe era muy bueno con el personal y muy valiente. Para echar plomo era parao. Nosotros empezamos con carabinitas, luego rifles y lo que le podíamos quitar al Ejército. Una vez, al otro lado del Meta, nos encontramos con cinco volquetadas cargadas con militares. Nosotros solo éramos 50 y no teníamos tantas armas. No sé cómo hicimos, pero ya al final sólo quedaba un carro, y un compañero le disparó al teniente. Cogimos a seis prisioneros que nos ayudaron a cargar todo ese armamento”.
Narra que uno de sus mayores orgullos es haber peleado limpiamente y el de “ser muy humano”, de ahí su cariñoso apodo: “Yo disparaba en combate y no sé si le daba a alguien, pero gracias a Dios ni a uno maté, por eso estoy contando este cuento tranquilo”. Aunque para algunos de los que lo conocen, Guerrero era un gran combatiente, y creen que esa versión la cuenta ahora que está dedicado a la religión, pues es evangélico. Cuando se le pregunta por la guerrilla actual y por ‘Tirofijo’, dice: “Lo de ahora es diferente. Nosotros queríamos defender a nuestras familias, porque Casanare, por ser liberal, era muy atacado. Algunos de los enemigos entraban a las casas y cogían a los bebés, los lanzaban al aire y los paraban con las bayonetas. Teníamos que hacer algo, pero nunca secuestramos”. Cuatro de los hermanos de Guerrero fueron asesinados “en venganza contra mí por pelear junto a Guadalupe”, dice.
Aunque el tiempo se ha encargado de que cada vez sea más difícil escuchar estos relatos la memoria de Guadalupe Salcedo permanece viva en cada corrido llanero que canta estas gestas: “Este corrido es de fama, se llama golpe tirano y al que lo quiera apreciar se lo obsequio con la mano. Que un día 14 de junio, ya para mitad del año, atronando el firmamento volaban cinco aeroplanos. Amenazas del terror, represalias de Laureano... han lanzado 12 bombas, no hicieron mayor estrago. Mataron 15 gallinas, tres perros y dos marranos, hirieron la mula en silla propiedad de don Sagrario, hija de la primera yegua con que fundaron el Llano. Las bombas y las metrallas no son enemigos malos. Son cohetes de una fiesta que vivimos celebrando. Cada que cae una bomba damos un muera al tirano, porque nunca sintió miedo el que no debe pecado. Él nos trata de bandoleros, el peor de los agravios, y así trataba Pilatos al Cristo crucificado”.

Aporo: Lo que las vias se llevaron


Hace 54 años tras la firma de los acuerdos de paz que pusieron fin a la guerra bipartidista, el gobierno del general Rojas Pinilla construyó dos aeropuertos en Trinidad y San Luis de Palenque para conectar el Llano con el centro del país. Muchos recuerdan cuando iban al aeropuerto de Trinidad y compraban el periódico de la mañana y las verduras de Boyacá, “aún con el frío en las hojas” que llegaban en aviones de Taboy (Transporte Aéreo de Boyacá), Ransa y Avianca. “En media hora estábamos en Yopal y en una hora, en Villavicencio”, recuerda Romualdo Figueroa, un habitante de Trinidad.
Desde principios de los años 80, con la llegada de la carretera que comunicó el norte y el sur del Casanare, la gente comenzó a preferir el bus al avión, a pesar de que la ruta era algo más que una trocha. Pero con la vía las cosas no mejoraron. Las mercancías se demoraban días en llegar y el periódico no volvió. El viaje, que por vía aérea no tardaba más de 30 minutos desde Villavicencio o Yopal, se convirtió en una travesía de seis o siete horas en bus. “Antes la vida era más ágil”, recuerda Figueroa.
Igual piensa Cristóbal Corredor, quien a sus 80 años aún luce orgulloso la blusa oficial del aeropuerto de esa población. Allí trabajó más de 30 años ayudando a descargar y a cargar los aviones, que llegaban con “extranjeros” que vendían mercancía y compraban ganado.
A pesar de que las administraciones municipales y departamentales han invertido millones de pesos en la carretera, sólo algunos tramos conservan el asfalto necesario para que los automóviles puedan transitar normalmente.
Otros habitantes, en especial los más jóvenes, dicen que lo mejor es arreglar la carretera porque los costos del transporte en avión son muy altos, pues al no existir rutas comerciales hay que contratar un avión privado y el viaje supera los 500.000 pesos. “La vida se volvería más cara de lo que ya está”, asegura Marco Ocampo, un habitante de San Luis quien, al igual que algunos de sus vecinos de Trinidad, espera que por fin tengan una carretera bien pavimentada para volver a tener las verduras frescas en la mañana.
Mientras tanto, las pistas continúan llenándose de maleza. Sólo la torre de control del aeropuerto de Trinidad permanece erguida como recuerdo de otros tiempos.

Santa Rosalía: Hinchas a la fuerza


En Santa Rosalía, un remoto municipio de Vichada que no tiene equipo de fútbol ni estadio, que no ha sido semillero de ilustres varones del balompié y donde es más fácil ver un campeonato de coleo que un cotejo de 11 contra 11, sus habitantes –como si fueran furibundos hinchas– visten cada día la camiseta de Millonarios.
No son miembros de las barras bravas. No le están rindiendo un homenaje al equipo de 13 estrellas. Algunos ni siquiera reconocen a sus jugadores –“¿Ciciliano? ¿Quién es ese?”–. Y por televisión es difícil seguir las andanzas del cuadro azul porque en esta población de 3.000 habitantes la energía funciona por ráfagas: en la mañana, durante algunas horas, y un rato en la tarde después de las 5. Así que no vieron el gol que marcó Luis Zapata contra Sao Paulo en Brasil (hace casi un mes) ni verán los partidos de los domingos.
Sin embargo, llevan muy bien puesta la camiseta azul. La usan para ir al estadero, para montar a caballo, hacer diligencias en la bicicleta, limpiarse el sudor… Es normal ver a los pobladores con este atuendo, como si se tratara de su pinta diaria. Y el pueblo, en plena actividad, luce como un gran campo de fútbol; un trámite legal se convierte en una gambeta, ir a la tienda es un córner, visitar a la novia en horas poco santas es un fuera de lugar y cualquier hurto es un penalti. Y a veces, en las noches, se anotan goles.
Pero fue el agua la que trajo el azul y el aire del balompié al pueblo. Con una gran inundación ocurrida en junio de este año –la peor en 20 años– llegaron los uniformes a Santa Rosalía. El 96 por ciento de Pueblo Viejo, la parte baja del municipio, quedó cubierto de agua. “Hubo graves pérdidas materiales, los pisos se destruyeron, fue muy grande la mortandad de animales y el río se llevó las pertenencias de muchos. La gente navegaba en embarcaciones por las calles del pueblo”, cuenta el alcalde del municipio, Tito Roberto Guarín, mientras señala en la pared de su oficina una especie de marca, a unos 30 centímetros del piso, que evidencia el nivel hasta el que llegó la inundación.
Y, entonces, por cuenta de la Cruz Roja, que entregó un paquete de camisetas de fútbol a los damnificados por la furia del río, arribaron las azules (y algunas verdes) al pueblo. Se entregaron 500 camisetas de Millos, 15 del Nacional “y una del América para mí. A caballo regalado no se le mira el diente”, bromea el alcalde antes de salir en su vehículo oficial, una moto en la que se monta su fiel guardaespaldas, un french poodle que ya está amarillo de tanto polvo.
Tantas camisetas del equipo embajador causaron cierto desconcierto entre quienes eran simpatizantes de otras escuadras. “Yo soy hincha del Nacional y creo que la mayoría lo era”, dice un habitante, mostrando con orgullo su camiseta de rayas verdes. “Pero con la inundación parece que todos se volvieron de Millos”. Para estos hinchas a la fuerza del ‘ballet azul’, su jugador favorito es Gerardo Bedoya, o por lo menos es al que más reconocen, porque no nombran a nadie más. Quienes más disfrutan de esta súbita fiebre azul son los policías que custodian el pueblo y que vinieron de Bogotá, y aunque están alejados de su casa, pueden sentirse todos los días como en un domingo en el estadio El Campín con tanta gente vestida con la camiseta de su equipo. Por eso están dispuestos a hacerlos unos verdaderos hinchas; después de todo, ya dieron el primer paso. Otros, por su parte, se preguntan: “Oiga, si hay otra inundación ¿no será que mandan camisetas de la Selección?”.

Orocué: Conectados


Sin duda los visitantes que quieran vivir un choque cultural, atraídos por la imagen romántica de indígenas de taparrabo que celebran rituales místicos, se chocarán, pero con su propia visión anacrónica. Aquí, en el resguardo indígena El Duya, como en la mayoría de los ocho resguardos de Piñalito, Orocué, sus habitantes visten camisas de rayas, tenis y yines. Quien piense que estos indígenas aún sienten que la cámara “les roba el alma”, se encontrarán con que ni siquiera es necesario seguir un protocolo para tomarles fotografías. Aunque no falta el que insinúe que posará a cambio de una cerveza. En las paredes de sus casas de cemento hay afiches de sus candidatos a los cargos gubernamentales.Fuman cigarrillos Mustang, bailan vallenatos y siguen en sus televisores Día a día y Padres e hijos. “Mi programa favorito es los ‘Power Rangers’”, dice uno de los más pequeños de la comunidad con perfecta pronunciación. Aún no ha aprendido a hablar la lengua de su etnia, la sáliba. El Direct TV que instalaron recientemente y el DVD les dan nuevas opciones para entretenerse.
“Nuestra gente se ha civilizado gracias a toda la información que hay y a Internet”, asegura el gobernador de esta comunidad, Juan José Pumené. Con “civilizado” se refiere a los 15 computadores de banda ancha que les da gratuitamente la multinacional Comsat, y que está disponible durante varias horas al día. Sólo es cuestión de ir al aula virtual en la cómoda sala que hasta tiene aire acondicionado. Dos ‘lujos’ que no son fáciles de encontrar en Orocué, donde quien quiera consultar alguna página web, tiene que esperar su turno en una caseta que cobra por el servicio. Además, la idea es que en el resguardo empiece a funcionar la primera universidad del municipio, que será virtual. Pumené es enfático al advertir que se trata de acceder al “progreso” y adaptarse a los tiempos modernos, sin que eso signifique perder su identidad.
Y es que esa es la crítica que le hacen a la etnia algunos habitantes de la región que consideran que los indígenas están mejor que el resto del pueblo. “Viven de ser indígenas y están acostumbrados a que todo se los den molido por las regalías. Ya casi ni bailan su danza tradicional, la del botuto, como lo hacían habitualmente”, se queja doña Ubaldina Espinosa. Gustavo Pónare, mitad sáliba y mitad piapoco, profesor de una escuela indígena, cuenta que su lengua materna es el piapoco porque nadie le enseñó la sáliba, “y ya son pocos los que la hablan”. Pese a que las nuevas generaciones no conocen el dialecto, en la escuela de El Duya hay profesores bilingües que lo enseñan a los niños, en un esfuerzo por recuperar sus raíces. “A nadie niego mi origen, ese es mi orgullo, pero no comparto la visión de las comunidades indígenas que se rehúsan a tener algo que los pueda favorecer”, concluye el gobernador Pumené.
Los pobladores del resguardo afirman que habitan el territorio de sus ancestros, y que este, que tiene 25 años de existencia, que empezó con 15 familias y que ahora tiene 100, es una manera de preservar la propiedad sobre la tierra y trabajarla de una manera colectiva, como indica su tradición. Por eso poseen una finca y un ganado comunitarios. Tienen sus leyes internas como castigar públicamente a quien cometa una falta. “Seguimos madrugando a hacer casabe y mañoco y hacemos el baile del botuto el 2 de febrero, día de Nuestra Señora de la Candelaria, pues nuestros padres le tenían una gran devoción”, sostiene el gobernador, quien reconoce que no practican tantos ritos espirituales porque aquí, más que nada, “somos cristianos”.

El Porvenir


A los habitantes de El Porvenir,no les queda más remedio que burlarse de su situación. “Sí, este pueblo verdaderamente le hace honor a su nombre... el agua está por venir, la luz está por venir, el alcantarillado está por venir y los médicos también están por venir”, comenta una vecina del lugar.
En este caserío de Puerto Gaitán, a orillas del río Meta y a unas cinco horas de Villavicencio, la esperanza de un futuro mejor hace mucho se esfumó. Quizá se fue con las personas que, hartas de sufrir las amenazas de los grupos al margen de la ley, decidieron buscar un pueblo que, aunque con otro nombre, cumpliera las promesas del que tiene el suyo. “Aquí éramos mucha gente, como 300 personas, y hoy quedamos como 70”, cuenta con pesar uno de los valientes que decidieron quedarse. Las pocas paredes que quedan en pie de lo que fue un próspero negocio son la puerta de entrada al poblado, una muestra de lo que está por venir camino arriba. “Era el estadero de don Hernando Díaz, se llamaba El Navegante, pero lo dejó cuando tuvo que irse. También se fue doña Ana Teotiste Sedano, que perdió todo cuando dejó el almacén Santander. Y doña Josefa Chavizai, quien abandonó sus animales. Y allá en la entrada funcionaba la isla Johnson, que llamábamos así porque vendía motores Johnson y gasolina a los ferry, pero de eso sólo quedan ruinas”, relata otra habitante que tampoco quiso decir su nombre, porque en El Porvenir “es mejor callarse la boca”.
Cuentan que anteriormente este poblado era una inspección de Policía en la que había inspector pero, para entonces, la Policía estaba por venir. Por eso recuerdan 1987 como un año negro por causa de la violencia, en el que muchos huyeron y lo que hasta entonces había sido un embarcadero con mucho movimiento pasó a ser un sitio desolado. Hace cerca de un año llegó por primera vez la Policía, la única promesa cumplida de tantas que en las últimas décadas han escuchado.
“Aquí no hay luz, no hay alumbrado público y en las noches esto parece la boca del lobo. La planta eléctrica se pone día de por medio durante tres horas, porque El Porvenir depende del presupuesto de Puerto Gaitán, y a fin de mes, la situación es crítica”, dice el patrullero Javier Martínez. Tampoco hay agua, pues la motobomba sólo funciona cuando hay luz. A esto se suma la falta de un alcantarillado adecuado, porque las aguas negras se desbordan “y tenemos que caminar entre nuestra propia miseria”, dice un vecino indignado. Está por venir el suero antiofídico, tan necesario por la abundancia de serpientes coral y cuatronarices. También está por venir la telefonía, pues hace mucho que el establecimiento de Telecom dejó de operar. Lo mismo sucede con el profesorado. El alcalde de Puerto Gaitán, Jaime Ballesteros, quiere que los habitantes de El Porvenir continúen teniendo paciencia, porque buenas cosas están por venir: Mientras el milagro ocurre, la gente sigue resignada haciendo el mismo chiste, para que el tedio del desolado lugar no los consuma, de que en El Porvenir todo está por venir.

Villavicencio: Huitotos limitada


Santiago Kuetgaje debe ser uno de los pocos indígenas que se alegran al celebrar el día de la raza. Contrario a lo que piensan muchas comunidades autóctonas, el 12 de octubre representa para él la fecha en que la cultura de su tribu, los huitotos, dejó de ser sólo una referencia en los libros de historia para ser un negocio rentable.
El 12 de marzo de 2003 Santiago y otros 16 indígenas tuvieron que abandonar La Chorrera, Amazonas, esa región a dónde sólo se llega en avión o luego de 15 días en lancha desde Leticia. Las Farc los habían amenazado de muerte luego de acusar a Santiago de promover, a través de la emisora comunitaria que él manejaba, la resistencia pacífica para impedir que los comprometieran con la ideología guerrillera. Tras cinco días de caminata por la selva, Santiago, su familia y otros indígenas viajaron a Bogotá con la esperanza de encontrar en la capital la tranquilidad que la selva no les podía dar.
Una semana después decidieron trasladarse a Villavicencio, porque el frío y su soledad en la ciudad los convencieron de que era mejor estar al lado de los suyos.
Hace dos años comenzaron el proyecto de la maloka Maguare, a 10 minutos de Villavicencio. Tomaron el nombre de los tambores con los que su comunidad transmite los mensajes a los habitantes de La Chorrera. Santiago admite que en esa época renegaba de su cultura y se sentía incómodo por ser indígena. Sin embargo, encontró trabajo como guía turístico en el Bioparque Los Ocarros, a tres kilómetros de Villavicencio.
Allí, comenzó a hacer las paces con sus orígenes y a construir la idea de lo que hoy es la maloka Maguare.
En 2004, con apoyo de Naciones Unidas, Santiago y otros 69 indígenas de la región se capacitaron en ciencias políticas y, gracias a su desempeño, obtuvo un cupo para viajar a Iquitos (Perú) a un encuentro de comunidades indígenas de toda América.
Esa experiencia cambió totalmente su vida.
“Yo era el único que vestía camisa y pantalón. Me sentí como si fuera un blanco en medio de los indígenas”, recuerda.
Santiago regresó a Colombia y comenzó a estudiar las costumbres de los huitotos y se dio cuenta de que, al igual que sus colegas bolivianos, su cultura podía ser algo interesante para mostrar al mundo.
Un año después, en noviembre de 2005, Santiago viajó a Bolivia para otro encuentro indígena y expuso, vestido con su traje ancestral, su proyecto de construir una maloca turística en Villavicencio. La idea fue un éxito y obtuvo los 25.000 dólares que ofrecían para financiar el proyecto.
Hoy, Maguare es una empresa de la que viven 16 indígenas huitotos y a la que diariamente llegan otros para capacitarse en proyectos productivos. Santiago es el gerente, se encarga del mercadeo, las tarifas y los negocios con las empresas de turismo. El sueño de Santiago es que su maloka se convierta en un centro etnoturístico y ecoturístico, como ocurre en el Eje Cafetero, porque él, contrario a lo que piensan otras comunidades de la Orinoquia y la Amazonia, cree que ser indígena sí es buen negocio.

EL CARIBE

Es difícil aproximarse al Caribe sin caer en los estereotipos, sin pensar en las playas, el vallenato, las fiestas, algunos colombianos insignes o el 50 por ciento de uno de los motivos de orgullo nacional: los dos mares. Si bien todo eso es verdad, en el Caribe, además de playas, hay manglares, y aparte del vallenato, existe la música antillana tocada con una carraca de burro en San Andrés.

En el Caribe se formó Gabriel García Márquez, pero por la región también ambulan circos de pueblos, pobres por definición, que parecen sacados de una página del escritor o que, para hacer justicia, se incorporaron en su literatura por derecho propio. Es el lugar en donde queda la Guajira, desértica a pesar de estar rodeada de agua y de ser vecina de la Sierra Nevada de Santa Marta. Esa es la magia del Caribe, un lugar en el que, a pesar de los estereotipos, siempre es posible tener una nueva mirada.

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Maicao: Ramadán en Maicao


Se oye el llamado a la oración. Desde los parlantes del minarete, las torres de la mezquita, salen cánticos que recitan los versos de El Corán. Pronto serán las 7:30 de la noche, hora en que los musulmanes se reúnen diariamente a orar en época del ramadán. A las 6 de la tarde se ha roto el ayuno que empieza a las 4 de madrugada. La tradición es que después de comer se encuentran con los otros miembros de la comunidad para agradecer a Alá. Se dice que la comunidad musulmana de Maicao está integrada por 1.200 personas, unas 260 familias. Son la mitad de los que vivían 10 años atrás. Muchos abandonaron la ciudad por la crisis del comercio.
Desde cuando Maicao tuvo que abandonar la venta de productos de contrabando y convertirse en una economía legal, la situación económica de la población cambió. Muchos quedaron muy mal y tuvieron que irse. Unos a Barranquilla, otros a Bucaramanga, otros a Medellín. “Antes, en Medellín no había casi libaneses, y ahora hay un montón”, cuenta Riad Mohamed Darwishe. “Muchos piensan que somos todos ricos, pero en muchas ocasiones nos tocó ayudar a familias que no tenían cómo darles de comer a sus hijos en la noche”. Casi todos son colombo-árabes y sus hijos son colombianos. Ya van por la tercera generación.
Riad es el presidente de la asociación benéfica islámica. Algunos de sus miembros nos habían recibido esa tarde en la mezquita para contarnos sobre la situación de Maicao. Al vernos llegar a la mezquita Samir, uno de sus integrantes nos ofreció café. “Rafa, tráeme cuatro”, gritó con su acento árabe. Rafa, un moreno costeño, llegó con dos termos, uno con café con azúcar y otro amargo. El café de Rafa no es normal para nuestro paladar, está preparado al estilo árabe. Es oscuro y tiene aroma de cardamomo.
A las 7:30 de la noche los hombres empiezan a subir las escaleras rumbo al salón principal de la mezquita. Las mujeres somos recibidas en una de las puertas de un costado por Riwa, quien va vestida con una túnica negra y una hiyab (pañoleta) morada cubre su cabeza. Saca de un casillero nuestros velos. Nos enseña cómo ponerlos y nos conduce al segundo piso. Poco antes de entrar al salón nos quitamos los zapatos. En el Islam se acostumbra a que las mujeres recen aisladas de los hombres. En esta mezquita el lugar para las mujeres queda en un balcón que da sobre el salón principal. Algo así como el coro de una iglesia. Sin embargo, no están al borde de la baranda. Tres pasos atrás hacen una fila horizontal, al menos de 30 personas. En la primera línea parecen estar las mujeres mayores. En la de atrás están las más jovencitas. En el Islam las madres transmiten a sus hijas las tradiciones de la religión. Ellas se ubican junto a sus chiquitas y las guían en la oración. Las regañan cuando hablan o ríen.
A las 8:30 el Shaej da por terminada la oración. Las mujeres se quedan un rato conversando.

San Diego: El carrusel de gobierno


La historia comenzó en San Diego, norte de Cesar. En 2003 Denis Julio Quintero llegó a la alcaldía en representación del Movimiento de Integración Popular (Mipol), un partido costeño poco conocido. Pero a partir de ahí comenzaron los problemas. En 2005, Quintero pidió vacaciones, y encargó a su secretario de Gobierno, Humberto Jurado Abril. Quintero regresó a su cargo, pero, mientras tanto, tenía que atender problemas con la justicia.
En enero de 2006, la Procuraduría lo suspendió durante un mes por no responder un derecho de petición, y quedó como alcalde encargado Enrique Quiroz Calderón. Tras cumplir la sanción, fue suspendido de nuevo. Líos con la Procuraduría. Quedó encargada una funcionaria de la administración departamental, Fabiola Ávila Caballero, quien a su vez encargó al secretario de Gobierno, José Tobías Becerra. En octubre de 2006, la Procuraduría destituyó del cargo al alcalde Denis Julio Quintero por la apropiación de 8.000 millones de pesos y dejó como encargado al secretario de Planeación de entonces, Juan Pablo Calderón.
En diciembre de 2006, el gobernador de la época, Hernando Molina, escogió a Iván Guerra Martínez para que terminara el período. Aunque Guerra fue escogido de la terna enviada por el directorio municipal del Mipol, el nombramiento fue impugnado y demandado por el partido. Su designación se cayó y quedó como alcalde encargado el secretario de Gobierno del momento, Miguel Ángel Oñate. Finalmente fue designada Shaire Sánchez, también de Mipol y que hoy se enfrenta a la crítica de sus gobernados. Este 28 de octubre los residentes de San Diego escogieron a su nuevo dirigente. Ahora esperan que éste cumpla los cuatro años de mandato.

Atanquez: la voz de la Sierra Nevada


“Hola, son las 12 y un minuto del jueves 20 de septiembre. Están escuchando Tayrona F. M. 90.7, la emisora de la unidad indígena”. El que habla es Walter Ariza. Está sentado frente a su micrófono en la sede de la emisora en Atánquez, Cesar, una de las 12 poblaciones que conforman el cabildo kamkuamo de la zona. A su derecha tiene la pantalla del computador donde tiene abiertas las noticias que leerá durante los 30 minutos de programa. A su izquierda tiene el panel de control que él mismo opera.
La emisora tiene como objetivo ser un puente de unión entre todos los indígenas de la Sierra, especialmente de los 12.000 integrantes de la comunidad kamkuama que han perdido muchas de sus tradiciones, como su lengua y su vestimenta, además de que ha sufrido mucho con la violencia. “Uno de nuestros logros ha sido rescatar la música tradicional y saber que a la gente sí le gusta”, explica Nixon Arias Martínez, coordinador de la emisora. “Fue el tesorero de la organización indígena quien me recomendó, por mi papel de líder de la comunidad”. Para ejercer este cargo hizo un diplomado de comunicación en el Cauca y cursos en la Universidad Javeriana.
La idea de crear Tayrona F. M. nació en 2003, pero sólo empezó a funcionar en diciembre de 2006. Por fallas en el sistema, sólo pudieron estar al aire 15 días. Los equipos se dañaron unos días después del lanzamiento. Estuvieron fuera de servicio hasta julio de este año, cuando los aparatos llegaron de España, donde los arreglaron.
A pesar de los inconvenientes (como en época de lluvia, cuando la luz se va hasta 15 veces en un día), la emisora ha sido un éxito. Por las calles de Atánquez muchos indígenas caminan con su radio en la mano con la Tayrona F. M. sintonizada.
Poblaciones como el Hierro, Atánquez, Guatapurí y Chemesquemena, fueron atacadas por la violencia. Primero fue la guerrilla. “Con la tranquilidad que ve el Ejército y la Policía caminar hoy por la calles, así caminaba la guerrilla en su época”, cuenta uno de los habitantes. Después llegaron los paramilitares que, se dice, mataron a unas 300 personas.
La nueva etapa del proyecto es crear un programa de televisión que se emita todos los días por Telecaribe. Será otro lazo que estrechará las relaciones entre los indígenas de la gran Sierra.

Cabo de la vela: Tarde de tormenta


8:30 de la noche. Hace más de dos horas anocheció y la planta eléctrica de la posada wayú donde vamos a pasar la noche no tardará en apagarse. La hora límite es las 10 de la noche. Dicen que en temporada alta la dejan encendida hasta más tarde. Pero a esta hora el pueblo en su totalidad ya está prácticamente a oscuras.

Nosotros somos los únicos turistas que rondan el Cabo de la Vela por estos días. O, por lo menos, que lo visitan por tierra. Esta mañana amanecieron anclados frente a nuestra posada dos veleros (uno de ellos era un catamarán grande), pero no se les veía bandera alguna. Dicen aquí que, con seguridad, huían de una tormenta, o que necesitaban comprar algunos víveres.

Nunca lo supimos. Poco después de que el sol se alzara en el cielo rojo, ambos veleros encendieron motores y abandonaron la bahía. Los wayú dicen que si los guardacostas los llegan a pillar anclados aquí, les cobran una multa grande. “Es que ellos no pueden entrar así como así a las costas de un país que no es el de ellos”, dijo el capitán Chamorro, director de la Capitanía del Puerto de Puerto Bolívar, cuando fuimos a visitarlo al final de la tarde.
El día pronosticaba lluvias. Antes de las 8 de la mañana, el cielo se había nublado y todo parecía indicar que iba a caer agua todo el día.

Aquí llueve, como mucho, seis días al año, y nosotros fuimos testigos del milagro. Ayer, cuando llegamos, el piso estaba empantanado, no corría brisa y una nube de bichos se amontonaba ante cualquier objeto luminoso. Los aguaceros que han caído en los tres últimos días tienen la región hecha un solo charco. Por más que hubiéramos querido, no habríamos podido llegar hasta los pueblos de la Alta Guajira, como Nazareth. En este momento están incomunicados. Elbita, la dueña de la posada Uta, donde nos alojamos, nos dice que necesitaríamos tres días de sol para que la vía sea transitable.

Se nota que la gente del Cabo no está acostumbrada a los días de agua. Las señoras que se sientan en los enramados de la vía principal a tejer las mochilas, hoy no lo hicieron. Y eso que muchas sostienen a sus familias a punta de venderlas. Parece un pueblo desolado. “Aquí no vive tanta gente, somos como 300 en total”, explica Edlin Hernández, dueño del Mesón Nuevo Mundo. Muchos de los dueños de las casas que están situadas sobre la bahía, cuenta, viven en otras partes de La Guajira y sólo vienen al Cabo para explotar en temporada sus viviendas como posadas turísticas.

Más adentro, ya alejados del mar, en las rancherías, viven unos 1.000 wayús, pero a estos no se les ve, a no ser que se vaya específicamente a buscarlos.
En la bahía, sobre la playa, apenas se ven unas cuantas barcas y unos pocos pescadores. Ninguno comprueba si alguna tortuga cayó atrapada en una de las decenas de redes que dejan en el mar. La pesca de la tortuga está prohibida, pero los wayús siguen haciéndola porque se las pagan muy bien. Hay algunas por las que les podrían dar hasta 800.000 pesos.

Era la mitad de la mañana. Unos 20 niños corrieron hacia nuestro carro cuando lo vieron transitar al borde de la playa. Apenas hablaban español y nos pidieron que los lleváramos a todos hasta la escuela. Estábamos a un kilómetro del poblado, a menos de cinco minutos en carro, a poco menos de 30 minutos caminando. Por la lluvia, el transporte no los recogió y les tocó caminar bajo la llovizna.

Cerca del mediodía, cuando el sol apareció brevemente, llegó una embarcación que había salido de pesca a las 3 de la mañana. Traían seis kilos de pargo y tres de mojarra. El carro de la pesquera, que está ubicada al final de la bahía, los esperaba para comprarles el cargamento. Les pagaron 6.000 por el kilo de pargo, y 3.000 por el de mojarra. Un día regular. Después de descontar lo que habían invertido en la gasolina, las ganancias que dejaba la pesca a cada uno de los cuatro integrantes del grupo no llegaba a 6.000 pesos. Ese pescado lo guardan en cuartos fríos de la pesquera y días después lo llevan a Riohacha.

Por la falta de turistas, y por la lluvia, Jesús Barliza y su sobrino Edlin Hernández no tenían nada qué hacer. El primero estaba acostado en un chinchorro acompañando a su mujer mientras ella cosía una mochila. El segundo jugaba dominó en la puerta de su hotel, uno de los primeros que se abrió en el Cabo de la vela hace más de 20 años. Mientras nosotros buscábamos a la médica de la zona, la piachi (ver recuadro), ellos empujaban las horas con una charla sobre la demolición de las casas junto a la playa.
Faltan cinco para las 10 de la noche. Elbita está trasnochada por mí. Me mira de reojo desde su chinchorro. Este día, en el que llovió torrencialmente pero que terminó con un atardecer hermoso, de un cielo rojo intenso, nos dejó a todos exhaustos.

Albania: El expreso negro


Tras salir de Maicao, el equipo recorrió los municipios cercanos a la mina de El Cerrejón para seguir la ruta que saca el carbón de la zona.

El banco: un viaje con 'Toto Express'


Arnoldo Armando Gutiérrez tiene 38 años, tres hijos y muchas horas de carretera encima. Le dicen ‘Toto’ y vive entre Cartagena y Bogotá, pero si le piden su dirección, da algún kilómetro de la carretera que transita todos los días. Es un hombre feliz que ya no rumbea y que defiende su historia al volante. Un viaje de ‘Toto’ cuesta 50.000 pesos de Cartagena a Mompós. En su camioneta recién comprada caben cinco pasajeros. Gasta un promedio de 40.000 pesos en Acpm en cada trayecto. En la noche lava su camioneta. Al día siguiente lo buscan para que haga más viajes, mientras en la radio suena su cuña: “Viaje seguro con ‘Toto Express’”.

Talaigua: Pan y...


Ir a Talaigua, un pueblo de no más de 3.000 habitantes situado a la orilla del río Magdalena, tarda apenas 20 minutos desde Mompós. Talaigua es un pueblo pobre. Pobre como muchos que uno comienza a cruzarse a lo largo de carreteras y carreteables de un Caribe que parece, qué duda cabe, mucho más próspero a medida que se alcanza la costa marina.
De escasez si que sabe la familia de Jorge Iván Correa, un sincelejano que lleva más de 20 años recorriendo pueblos, caseríos y barrios populares de las ciudades del Caribe cargando con un circo a cuestas. La carpa se alza sobre un lote baldío en donde dos perros pequeños pelean por una bolsa de basura y un burro pace bajo un árbol que no da sombra. El burro, lo sabremos después, baila champeta en los números nocturnos, en el circo Mundy. El circo en realidad es una carpa que ha soportado el calor y la lluvia y que ha albergado a dos generaciones de los Correa.
Allí se fue Jorge Iván Correa con su enamorada Iveth Cárdenas, cuando ella apenas si sabía lo que era salir cada noche a soportar las burlas de muchos y los aplausos de otros. Iveth tiene un dejo paisa gracias a su marido. Todas las noches sale a animar a los pocos colegiales que pagan 1.000 pesos por sentarse en las improvisadas tribunas de madera en las cuales, dice, caben 300 personas. Correa es payaso. Y sus cuatro hijos, que comienzan a aparecer tras unas tiendas hechas con plásticos en las que se ve un televisor encendido y unas cuantas camas, también participan en la función de cada noche.
Hay varios Jorge Ivanes. El menor ya camina sobre los cilindros. El mayor es fakir: juega con fuego y se para sobre vidrios y cuando se aburre de la vida gitana, de los 60.000 pesos semanales de sueldo –cuando hay buena temporada–, se va para las corralejas, su segunda afición. Otro más –de los Jorge Ivanes– es payaso. La hija intermedia, Karen, es contorsionista. Cada noche dobla piernas y brazos, y se disloca, como dice Iveth. Eliécer, su marido, un barranquillero, es quien se sube al trapecio puesto a una altura no mayor a cinco metros, para balancear su cuerpo sobre el suelo de arena. “La seguridad, dice, somos nosotros mismos, es lo único que tenemos”.
Viven en estas carpas en las que se cocinan al calor del mediodía 14 personas, dos gallos y un perro. Ya no cargan animales no domésticos, pues se los decomisa la Policía. Viajan durante todo el año. Alquilan un camión para cada trayecto. Permanecen unas tres semanas en cada lugar. Ruegan porque no llueva. Porque si se suelta el invierno, la gente no va. Como no ha ido a las funciones de Talaigua porque las elecciones son mejor plan que ir al circo. Y dan pan.
Pronto los Correa alzarán sus carpas, conseguirán un camión de estacas y se instalarán en el otro lado del río, en Santa Ana, un pueblo más próspero en donde el clima, por las elecciones, está enrarecido. Cruzarán una vez más el río e intentarán permanecer fieles a una tradición que nada tiene que ver con las luces y el maquillaje y las fieras salvajes: el circo Mundy es el mundo real en una carpa.

Barranquilla: El muelle está quebrado


Caminar los 1.500 metros de extensión del muelle de Puerto Colombia (Atlántico) es parecido a entrar a una casa a punto de derrumbarse. Hay hierros oxidados, un viaducto completamente deteriorado y huecos enormes.
Por este kilómetro y medio construido por el cubano Francisco Javier Cisneros, en 1888, entró buena parte de los emigrantes al país: por allí desfilaron sirios, libaneses, hebreos, italianos, alemanes, rusos, ingleses y polacos, entre otras nacionalidades, huyendo de las sucesivas guerras europeas o de las ocupaciones. Allí también fue anclado uno de los primeros buques de la armada, el Escuela Boyacá, en 1934.
El último huracán, en 1999, sumergió la playa que formaba una barrera natural y la laguna de Balboa. Pero ha sido más poderosa la falta de compromiso nacional, departamental y nacional. En 2003 se impuso una acción popular para salvar el muelle, lo que, a pesar de algunas visitas de funcionarios del Ministerio de Cultura, no ha sucedido.
La historia del deterioro de Puerto Colombia puede tener razones naturales, pero es probable la sospecha de que no es una prioridad recuperar el sitio turístico. Se comprueba apenas se abandona el muelle y el viaducto y se visita la que fuera la aduana, una caseta amarilla republicana que aparece en fotos y se cita y se visita, pero sólo por fuera. Alguna vez Casa de la Cultura, hoy es un lugar para tomar la sombra. Acodado sobre uno de los parales está Vader Kandla, hijo de un intérprete inglés que vino a Colombia en los años 20 al puerto. Kandla es pensionado de Foncolpuertos y dice que él no se preocupa por lo económico, pero sí se siente asistiendo al desastre de ver cómo ni las fiestas del mar –que originalmente comenzaron aquí– ni la industria turística, y menos la cultura, sean interesantes como inversión. “¿Casa de la cultura? –dice señalando la edificación que huele a orines–, esa es la cultura de este pueblo”.
La alcaldía es otra de las edificaciones históricas de Puerto Colombia que se encuentran en un estado deplorable. Preguntamos por el alcalde. Nos atiende el secretario de gobierno, Orlando Wharff Angulo, un hombre moreno, amable, que habla con parsimonia. ¿Por qué no hay signos de inversión en uno de los pueblos con más potencial turístico e histórico de la costa? Dice Wharff que la responsabilidad es del gobierno nacional y no del municipio. “Vamos a hacer una inversión a través de la secretaría de cultura”. ¿Pero si la casa de la cultura está cerrada? Dice que la trasladaron por elecciones a algún lugar cercano al club náutico, que jamás encontramos.
Unas elecciones que parecen ser el único tema en Puerto y a las que Wharff achaca las críticas de los porteños: “en esta época todo el mundo critica para poderse subir ellos, así es por acá”. E insiste en que miremos el pueblo y comprobemos cómo todas las calles están pavimentadas; la educación es gratuita en los dos últimos grados del bachillerato –aun sin estar estipulado en la Ley general de educación– y los servicios públicos están cubiertos. Es cierto. Pero también lo es que el puerto por donde entró la poca inmigración a Colombia, está a punto de desaparecer.

Berrugas: Siembra en el mar


Berrugas es un pueblo del oeste de Sucre. Ninguna casa está terminada. Hay pobreza en el aire.
El pueblo se fundó en la hacienda de los Balseiro, una familia dueña de una trilladora de arroz con la que Berrugas conoció alguna vez algo parecido a la abundancia. Había navegación hacia Cartagena, y empleo. Pero la fábrica se cerró, al parecer por la detención de uno de los herederos de los Balseiro, Sabas, que hoy, según dos testimonios anónimos, está preso en Bogotá.
Los pescadores comenzaron a talar el manglar para vender la madera al mejor postor. Por unos cuantos troncos de esta especie vegetal marina podían pagar, constructores y papeleras, hasta 12.000 pesos el atado. No era mal negocio. Aunque hoy, Luis Eduardo Julio y Honorio Guerra, pescadores que están en el programa de 25 familias reforestadoras de manglares, sepan que, en efecto, sí lo era. Y lo era porque en el manglar se reproducen especies como el pargo o el róbalo, que son, en definitiva, su sustento. Y porque al talar el manglar, el ecosistema entero sufre.
Julio es uno de los hombres al frente del proyecto en Berrugas. Su trabajo consiste en limpiar caños, hacer ramales y sembrar manglar para recuperar el área deforestada. La idea nació en 2002 de la mano de Funsabana y CarSucre, dos asociaciones que les prestaron asesoría los pescadores de la zona y que apoyan económicamente el proyecto. Aunque Julio admite que al comienzo hubo resistencia, pronto se vieron los beneficios y “la seriedad”, que no es nada diferente a que les garantizaran alguna paga por su trabajo.
Una chalupa en la orilla nos lleva a Los Morros, una playa a 30 minutos de Berrugas. Al bajar e internarse en la zona de manglar, se puede ver un pantano cenagoso en el que se alzan troncos secos junto a pequeñas plantas recién sembradas. Al fondo, se ven los manglares más viejos, los que no alcanzaron a ser talados. Sembrar esta planta en un pantano en el que las piernas se hunden enteras es una tarea ardua.
Cada seis meses unas 15 personas van hasta el vivero, ubicado a 500 metros de la zona, a reforestar. Son varias ciénagas repartidas en las inmediaciones del municipio. Van en lanchas, con palas y picas, desde las 5 de la mañana. Pasan seis horas entre el fango abriendo canales, haciendo surcos y plantando con sus manos aquello que en el pasado talaban sin pensar. Hasta hoy han reforestado unas 20 hectáreas de las 8.000 que fueron taladas en la zona. Julio y Guerra se acercan a su surco y lo exhiben con algo de orgullo secreto: no pueden creer que alguien haya venido a buscarlos hasta aquí para hablar de un proyecto que no es noticia de primer plano. Cuando intentamos saber cómo estaban las cosas por aquí, todos callan: prefieren hablar del manglar.

Chinulito: Retorno al hogar


El dolor no es una palabra que sirva para describir cómo se ve Chinulito hoy. Las casas de un corregimiento en el que vivían 2.000 personas en el año 2000, son tapias abandonadas que se va tragando la maleza: hoy no hay más de 300 personas. Hay una estación de Policía en la que alguna vez funcionó el colegio. Hay una tienda regentada por una familia de desplazados de Don Juan, un corregimiento cercano a Macayepo, en donde la violencia paramilitar y guerrillera no dio tregua.
La canícula hace sudar a chorros a los 40 policías que no pasan de los 28 años y que fueron los primeros en llegar, hace año y medio, a este corredor estratégico. Ninguno de ellos es de esta región. Todos dicen que las cosas hoy están tranquilas. Aún así, la tensión y la violencia están en el aire de este caserío.
De las 55 familias que han vuelto a Chinulito, 49 eran oriundas del lugar, las restantes, como la de los Ricardo, pertenecen al plan retorno que asigna tierras a campesinos que no pueden vivir en sus lugares de origen. Junto a una mesa de billar sin paño está Marlon Vanegas, de 28 años: “Me fui hace siete años. Él era de los que aquí tenía negocios más grandes. Una noche se fue a llevar a una muchacha que iba a parir a Tolú viejo, porque acá a esa hora no había médico. Cuando regresaba, como a la una de la mañana, había un retén de la guerrilla. Él no vio personal ahí y siguió y de pronto fue que lo levantaron a tiros. Le reventaron la pierna, un brazo”.
Marlon señala a uno de los pocos que se fueron a Sincelejo y regresaron ante la dureza de la vida en la ciudad. Antes de que él llegue, Marlon mira al pueblo, a lo que queda de él y señala en dónde estaba la farmacia, en dónde la tienda, en dónde la iglesia, en dónde los billares: todos son lotes baldíos hoy. Manuel Correa tiene 62 años, nació en Don Gabriel. Se fue, pero sólo duró un mes por fuera. Era carpintero antes de irse. Después comenzó a volver a escondidas hasta que decidió quedarse entre la maleza y armar un rancho en la que fuera su casa de material. “Era temeroso, esto por aquí solo. Venía la Policía, pero en la tarde se iban”. Sus hijos y su esposa se quedaron en Sincelejo. Hoy vive solo en Chinulito.

Palmito: La farmacia natural


En la carretera para llegar a San Antonio de Palmito está una vereda llamada San Miguel, en donde en 1999, un grupo de indígenas sinúes comenzó a organizarse con el propósito de crear una cooperativa para recuperar la sabiduría ancestral, la agricultura y emprender procesos de participación comunitaria. Así nació la Asociación de productores agrológicos indígenas San Antonio de Palmito (Asproinpal).
Allí está una de las granjas del proyecto. Yainis Contreras, una jovencísima mujer, líder de la comunidad Sinú, dice que todo comenzó gracias a la ayuda de la fundación Swiss Aid, que promovió entre los Sinú la recuperación del conocimiento de las plantas tradicionales y la medicina. Es un terreno de dos hectáreas repartido entre huertas y un laboratorio para procesar y producir medicinas, champúes, jarabes y jabones. Yainis parece una profesional. Por un lado, dice, trabajan con la comunidad la gestión de proyectos, la puesta en marcha de sistemas agroecológicos y la biodiversidad, la incidencia en la economía local de los mismos y la participación comunitaria. “Hemos recuperado los patios integrales y la ganadería criolla, que había desaparecido –dice Yainis–. Nuestra idea es tener una agricultura limpia, libre de transgénicos y que se usen técnicas apropiadas para el cultivo”. Todo lo aprovechan: del estiércol del ganado producen gas propano, han hecho filtros de arena para mejorar la calidad del agua y con las plantas han hecho productos que se venden en las ferias locales: desde el pepo, un árbol del que producen champú para la caspa y los piojos, y jabón para la rasquiña, hasta el árnica, con la que se produce un ungüento contra los golpes. Está el bonche, que sirve para la caída del pelo; el jarabe de orégano para el asma; la verbena, el totumo, la altamisa, la ahuyama, la hierbabuena, el matarratón y 62 plantas más.
En el área de participación comunitaria hacen capacitaciones y discuten problemas locales como la violencia intrafamiliar, o la recién promulgada ley rural, para saber hasta dónde llega su territorio.
El territorio Sinú comprende 83.000 hectáreas repartidas entre los departamentos de Sucre y Córdoba. Su población es de 48.000 personas. Cada familia tiene entre 10 y 15 hijos, lo que ha hecho de este proyecto no sólo una manera de organizarse, sino una salida a la pobreza y a las dificultades económicas. Esta comunidad está integrada por 412 familias sinúes que dependen del resguardo de San Andrés de Sotavento, Córdoba. En Palmitos hay 19 cabildos.
Hoy, la comunidad trabaja con 20 desmovilizados de las AUC, prepara una cartilla sobre los usos de las plantas y sigue creyendo que organizarse es la mejor salida para oponerse a la guerra y a la pobreza.

viernes, 15 de febrero de 2008

Lorica: "Mi nombre es Marcial, mi apellido Alegria"


“Soy colombiano, pero mi bisabuelo era japonés. Él vino cuando la Guerra de los Mil días, de Rafael Uribe, porque Colombia le pidió fuerzas a Japón. Ellos llegaron a Coveñas. Un japonés se enamoró de una china, y la china se enamoró del japonés. Hicieron el amor durante un mes. El japonés se fue y ella quedó encinta. Al alumbrar, ella no le puso el apellido de él. El apellido de la china era Alegría. Y bautizó a su hijo José de los Santos Alegría. Se casó con una señora llamada Anita Gaspar y tuvo ocho hijos.
Nací en 1936, el 20 de marzo. A las 4 de la mañana me botó mi mamá sin ropa sin camisa cuando el padre estaba dando misa. Mi padre me enseñó a ser un agricultor. A sembrar cosechas: ñame, plátano, ajonjolí y frijoles. Fuí pescador. Pero no encontraba cómo ganar el centavo. Así que un día me fui a ver una película en el Teatro de Lorica, pues este pueblecito era muy oscuro y no había con qué divertir la vista. Ahí en Lorica me vi la película Quinto patio, donde la protagonista era una señora pobre, que pasaba lavando ropa, cargando carbón y que tenía un niño de 10 años. Un día, en el barrio pobre de México, el gobierno lo agarró, le compraron lienzos, acuarelas, lo pusieron a pintar. Ahí le hicieron una exposición colectiva y se ganó el primer premio. Ahí me puse a pensar: ¿Qué hace ese niño que yo no pueda hacer? Compré unas pinturas, y empecee a pintar.
Un día llegó un gringo a buscar guacas en el cerro La Mojana, por Momil. Le dijeron que acá en San Sebastián podía encontrar piezas originales. El tipo llegó a mi posada y vio las pinturas sobre cartulina y dijo, ‘¡Oh! Pintura primitivista’. Ese fue el primero que me dijo maestro. Me preguntó si vendía las pinturas. Le dije que sí, que a 50 pesos. Le bajé las 10 cartulinas. Me dijo que no tenía plata colombiana, que tenía dólares. ¡Me dio 200 dólares! En 1961, eran como 6.000 pesos... con eso pude hacer este ranchito.
Así comenzó a enterarse la gente. Seguí pintando. Los periodistas se interesaron. Una señora, Graciela Samper, me organizó una exposición en Cartagena. Ahí los cuadros los vendí a 100 pesos. Comenzó a venir gente de otros países: dejé la cartulina y los madeflex y comencé en el lienzo. Hoy estos cuadros, y que Dios no me dé el pan de comer si les miento, los he vendido cuadros en 16 países. Soy pintor primitivista, sin saber leer ni escribir. Mi nombre es Marcial, y mi apellido: Alegría”.

Cereté: Los vecinos de Raul Gomez Jattin


La casa en la que pasó buena parte de su vida Raúl Gómez Jattin, poeta de raigambre sinuana que murió hace 10 años en Cartagena, es hoy una fundación para discapacitados físicos. De su casa de palma, en la que vivió con su madre Lola, en la que pasó épocas diversas a lo largo de su vida, sólo queda un solar inmenso en el que ya no crecen los mangos que invitaba a comer a sus estudiantes. De Raúl Gómez Jattin en Cereté queda la Casa de la Cultura, que lleva su nombre; un diccionario que atesora Nubia López, que perteneció al poeta y en donde, dice ella, él aprendió todo lo que sabía. De su cuarto, en donde se encerraba a escribir versos o a cantar El Mochuelo, su vallenato preferido, sólo una mancha en una pared señala que por allí se entraba.
Sentados en una tienda, a dos casas de donde vivió la familia Gómez Jattin, Otto Lombana y Bernardo Jacinto Mercado recuerdan al Raúl –así le dicen allí, sin el manierismo intelectual que lo volvió Gómez Jattin– lúcido, alto, que dictaba historia y geografía y fumaba como un demonio. Son dos hombres que rozan los 50 años y que cuando hablan del poeta, se refieren a él como un hombre sociable, extrovertido. Un profesor que no preparaba clase. Un tipo que memorizaba cualquier cosa y que enseñaba hablando y haciendo preguntas, antes de ofrecer respuestas. Mercado recuerda también que Raúl tenía la costumbre de anotar 20 cifras de cuatro números que sus alumnos le dictaban, “luego él se volteaba y las recitaba de arriba a abajo y de abajo a arriba”. Los dos ríen cuando recuerdan a ese muchacho vivo, que nació en Cartagena en 1945, pero que se sentía sinuano.
Los dos son severos con los tiempos difíciles que vivió Gómez Jattin a partir de los años 80. “A Raúl lo ‘jodió’ Bogotá”, dice Mercado. “Nosotros no conocimos al Raúl marihuanero, ni al marica, ni al que volvió para ponerse una camisa rota y un sombrero vueltiao viejo. Aquí hay personas locas, muchas, pero como Raúl, otro no se ha visto”.
Si sus dos alumnos hombres no aprueban la vida que llevó Raúl después de irse a vivir a Bogotá y estudiar derecho en la Universidad Externado de Colombia, la mujer que está sentada en una mesa almorzando en la que fuera la casa de los Gómez Jattin parece pensar otra cosa. Nelly Berrocal fue alumna de Gómez Jattin en la Normal Superior del Carmen. Él era su profesor de historia y además “era un bollazo”. Apuesto, Nelly lo recuerda con guayaberas blancas holgadas y jeans blancos apretados. Nubia remata: “¿Cuál es el reto de un poeta”, me dijo la última vez que lo vi. Le contesté que no sabía. Se puso de pie y, vociferando, me dijo: “Boba, boba, una hoja en blanco. Ese era Raúl Gómez Jattin en Cereté, un tipo que jamás dejó de hacer preguntas”.

Montería: La otra orilla (Plancheros del río Sinú)


Si se montara en ‘La Caribeña’ y conociera de cerca de uno de los 25 plancheros o “timoneles de embarcación menor”, como dice una licencia expedida por el Ministerio de Tránsito y Transporte, comprendería que toda la Costa vive del rebusque. Los planchones que se extienden sobre el Sinú en Montería, la capital de Córdoba, llevan décadas funcionando cuando el río era próspero y las carreteras no existían. Hace 14, Rafael Cogollo compró uno de ellos. Y, desde entonces, Cogollo es uno de los más conocidos plancheros. Los planchones no son otra cosa que dos chalupas sobre las que se ha construido una plataforma de madera, un techo de lata sostenido con vigas y un techo de lata. Funcionan con una técnica particular: son como un barco al revés. Las embarcaciones van amarradas a una guaya de acero que las mantiene, gracias a la tensión, a flote, y la corriente del Sinú los hace avanzar. Quien los vea de lejos podría imaginarse en un río del Asia sobre el que flotan pagodas en las que viven pescadores ancestrales.
Cogollo es una especie de navegante que perdió la gracia del río. “¿Se imagina lo emocionante que es todo el día de allá pa’cá?”. Gana 10.000 pesos diarios por un oficio que exige brazos fuertes y paciencia. La suya es una ruta fija que no tarda más de tres minutos de orilla a orilla. La ciudad está dividida por el río. En la ribera oriental está la Montería próspera: la del camellón nuevo, un centro desordenado y una especie de isla con centros comerciales, casas millonarias, y restaurantes: le dicen ‘Miamicito’.
Un planchón puede costar 30 millones de pesos, dice Cogollo. Quizá la estructura no valga más de cuatro o cinco, pero la ruta, es decir, su cable, su tradición, su pedazo de río, su cupo de transportador, cuesta exactamente eso. En un día de semana Juan pasa unas 180 personas. En general son vecinos de los barrios de la orilla izquierda, como la llama él. O estudiantes que van a la Universidad del Sinú, que queda en esa zona. Una que es la de los barrios populares, como Juan XXIII, El Minuto o Campo Alegre. Sobre esa ribera occidental hay por lo menos 20 estaderos que parecen compiten por el estruendo. Es la orilla en la que hace unos años patrullaban o bebían los paramilitares. Es la orilla en que alguien me confiesa que las cosas con los paras no paran. Dicen que hacia Moñitos, Puerto Escondido y Arboletes siguen sacando toneladas de coca. Dicen que hay ejércitos de hombres uniformados que siguen patrullando la zona. Dicen que en septiembre aparecieron al menos ocho personas muertas.
Es la orilla en la que vive Juan, en la que vive Carlos Salguero, otro copropietario que lava motos y no sabe mucho de planchones, pues son su padre y su hermano quienes llevan el negocio. Es la orilla en la que vive David Barrios, un muchacho de 20 años que los fines de semana es timonel de embarcación menor, y entre semana se gana la vida lavando carros en la 42. Es la otra orilla de Montería.